jueves, 13 de mayo de 2010

LA SEÑORA DE FÁTIMA



Tal como nos relata el historiador, investigador y periodista alemán Michael Hesemann en su libro “The Fatima secret” (1), el domingo 13 de mayo de 1917, temprano, Lúcia dos Santos y sus primos Francisco y Jacinta Marto fueron a misa, como hacían siempre, tras lo cual partieron a hacer pastar a sus ovejas, porque a eso se dedicaban a diario.

Lúcia (no “Lucía”, como la mencionan en algunas publicaciones) tenía diez años, Francisco estaba a punto de cumplir nueve y su hermana Jacinta tenía sólo siete. Los tres pertenecían a familias campesinas, vivían en el pequeño poblado de Aljustrel, que forma parte de la villa de Fátima, y al igual que gran parte de la población rural portuguesa de 1917, eran analfabetos y fervientemente católicos.



Aquel día llevaron a pastar a las ovejas que estaban bajo su cuidado a un lugar llamado Cova da Íria (literalmente, “la Cueva de Irene”, antigua santa local), una depresión pastosa de 450 metros de diámetro, rodeada de montañas y localizada a 3,2 kilómetros de Fátima.

Poco después de haber terminado su colación del mediodía, los pastorcillos fueron sorprendidos por un súbito relámpago. A pesar de que estaba despejado, los niños pensaron que el clima podría cambiar repentinamente, así es que Lúcia pensó que sería mejor volver al pueblo. Francisco y Jacinta estaban listos para seguirla, pero apenas voltearon para comenzar su camino de regreso, otro relámpago rasgó el cielo. Entonces, los niños miraron hacia el lugar de donde había provenido el rayo y se quedaron sobrecogidos por lo que vieron. Allí, a apenas un metro y medio de distancia, flotaba sobre una pequeña encina una “señora” vestida completamente de blanco, “más resplandeciente que el Sol”, como la describió Lúcia.

Según relataron posteriormente los niños, la señora aparentaba unos 18 años, medía alrededor de un metro 20 de estatura y tenía ojos oscuros. Sus ropas consistían en un largo vestido blanco y una capa con capucha que le cubría la cabeza. Sus manos estaban juntas, como en plegaria, y sostenían un rosario de brillantes cuentas blancas, terminado en una cruz de plata. Usaba un largo collar que le llegaba hasta la cintura y del que colgaba un pendiente redondo.

“No tengan miedo. No les voy a hacer daño”, les dijo la aparición, en portugués.
- “¿De dónde sois?”, le preguntó Lúcia.
- “Soy del Cielo”, respondió la Señora.
- “¿Y qué estáis haciendo en este mundo?”, volvió a preguntar la niña.
- “Estoy aquí para pedir que vengan a este lugar el decimotercer día de cada mes durante los próximos seis meses, a esta misma hora. Entonces les diré quién soy y qué quiero.
Después de eso, vendré una vez más, por séptima vez”, fue la respuesta de la señora.


A esto siguió un breve diálogo en el que Lúcia preguntó si ella y sus pequeños primitos irían al cielo, a lo que la señora respondió afirmativamente, y también preguntó si la guerra seguiría durante mucho tiempo más (recordemos que la Primera Guerra Mundial estaba en curso), a lo que la aparición contestó que “no podría decírselo ahora, así como tampoco puedo decir qué es lo que quiero”. Entonces, la entidad preguntó a los pastorcillos si estaban dispuestos a ofrecerse a Dios y a aceptar los sufrimientos que Él les enviaría para ayudar a resarcir los pecados del mundo, a lo que Lúcia respondió afirmativamente, por ella y por sus compañeritos.

Finalmente, la Señora les pidió que rezaran el rosario a todos los días “para terminar la guerra y traer la paz al mundo”. Entonces comenzó a elevarse lentamente y se dirigió hacia el este, tras lo cual desapareció cuando estaba muy lejos.

“Cuando la visión comenzó a desaparecer, (los niños) escucharon una detonación sorda, ‘como un cohete explotando en la distancia’ o como una especie de trueno subterráneo que provenía de la encina... Se quedaron petrificados, mirando en la dirección hacia donde había ido la Señora. Les tomó algo de tiempo volver a tomar conciencia del mundo real”, escribe Hesemann (2).

Lúcia fue la única de los tres que conversó con la señora. Jacinta había escuchado el diálogo, pero su hermano Francisco sólo había visto moverse los labios de la señora, sin escuchar nada de lo que ella ni Lúcia decían. Todo el episodio había durado alrededor de diez minutos.

SEGUNDA Y TERCERA VISITA

Jacinta, la más pequeña de los videntes, no pudo mantener silencio y relató lo sucedido a su madre. Ella dudó de la historia de su hija, a pesar de que ésta fue corroborada por Francisco. Al poco tiempo el rumor comenzó a esparcirse por el pueblo y el 13 de junio cerca de 50 lugareños acompañaron a los niños a Cova da Íria a su segundo encuentro con la señora. Ella apareció al igual que en la ocasión anterior, flotando sobre la misma encina luego de que un relámpago señalara su llegada.

En aquella oportunidad, la entidad volvió a pedir a los niños que rezaran el rosario diariamente y además les pidió que aprendieran a leer y a escribir. También profetizó la temprana muerte de Francisco y Jacinta. Testigos de este encuentro dijeron haber escuchado la voz de Lúcia y un “murmullo misterioso” como respuesta. María dos Santos Carreira, una lugareña, describió este sonido “como si escuchara una voz a la distancia, algo como el zumbido de una abeja”, pero no pudo distinguir palabras (3). Así pasó otro mes, durante el cual la historia de las apariciones se propagó aún más y los pequeños videntes tuvieron que enfrentar tanto el interés de curiosos como los ataques de escépticos.

El 13 de julio de 1917, los tres niños fueron acompañados por una concurrencia de alrededor de cuatro mil 500 personas (4). Alguien había colocado un arco de madera con una cruz en él para marcar el sitio de las apariciones.


En este árbol (que tambien se localiza en el interior de la explanada y a un costado de la Capilla de las apariciones) esperaban los pastorcitos las apariciones de la Virgen.

Los pastorcillos llegaron al lugar y comenzaron a rezar el rosario. Al poco rato Lúcia anunció la llegada de la señora. Manuel Pedro Marto, el padre de Francisco y Jacinta, recordó haber visto sólo una pequeña nubecilla gris sobre la encina, pero al mismo tiempo notó que “el calor había disminuido y soplaba una suave brisa, algo inusual en pleno verano” y posteriormente escuchó “un zumbido, pero no pude distinguir palabras” (5).

Lúcia se quedó mirando en éxtasis a la señora, en silencio, a tal punto que Jacinta se impacientó y le dijo “¡Lúcia, di algo! ¿Que no ves que la señora está aquí y quiere hablarte?”. Entonces Lúcia se dirigió a la aparición con la misma frase con la que comenzaba sus peculiares entrevistas con la entidad: “¿Qué es lo que vuestra merced desea de mí?”. La señora volvió a solicitarles que acudieran el día 13 de cada mes y que continuaran rezando el rosario para traer paz al mundo y el fin de la guerra. Lúcia recordó que algunos peregrinos le habían pedido que rogara a la madre de Dios por ayuda y cura.

“Me gustaría pedirle que nos diga quién es usted y que realice un milagro para que todos crean que se nos aparece”, le dijo la niña. “Sigan viniendo todos los meses. En octubre les diré quién soy y qué quiero y también realizaré un milagro, de modo que todos quienes lo vean, crean”, contestó la señora.

Después de prometer el milagro para octubre, a los niños (por lo que parece, sólo a Lúcia y Jacinta) les fueron revelados los que llegaron a ser conocidos como los “tres secretos de Fátima”. Éste es un tema que por sí solo daría para escribir un extenso artículo, así que no me referiré a él en detalle. Sólo diré que el primer secreto fue una visión del infierno y el segundo, la revelación de que la guerra terminaría, pero que “si la gente no deja de ofender a Dios, otra guerra más terrible aún comenzará durante el reinado de (el Papa) Pío XI” y que para impedir que eso sucediera, ella vendría a solicitar la consagración de Rusia a su inmaculado corazón, porque, de otro modo, “Rusia propagará sus errores por el mundo, comenzando guerras y persiguiendo a la Iglesia” (6).


El tercer secreto de Fátima estuvo envuelto en el misterio durante décadas porque fue una de las informaciones más celosamente guardadas por el Vaticano. Muchas leyendas alarmistas circularon en torno a él, pero finalmente la santa sede entregó una versión en 2000, que hablaba del asesinato de un “obispo vestido de blanco” y de otros dignatarios de la Iglesia. Lúcia y los miembros del clero con los que compartió el secreto creían que el “obispo vestido de blanco” era el Papa, y Juan Pablo II está convencido de que la virgen de Fátima le salvó la vida durante el atentado que sufrió el miércoles 13 de mayo de 1981 (cuando se cumplían exactamente 64 años desde la primera aparición de la señora) en la plaza de San Pedro, en Roma, y que de ese modo cambió su destino.

Fuente:

PATRICIO ABUSLEME
(CHILE) - 2004

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